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Durante la Edad Media no existe el concepto de identidad sexual tal y como hoy en día conocemos, y estamos habituados a manejar. No se tiene conciencia de ello. Se tienden a considerar las relaciones sexuales entre personas del mismo género como una desviación pecaminosa que cualquier persona puede cometer puntualmente (Rieznik, 1997).
Se trata de un comportamiento cargado de lascivia que se desvía de las prácticas tenidas como virtuosas y conducentes a la procreación. Es tal la lascivia que pone en serio peligro a los buenos cristianos. Por lo tanto existe una sexualidad lícita frente a otra ilícita, fijada por la moral religiosa imperante. La sexualidad lícita es la habida dentro del matrimonio y cuya finalidad es la reproductora. Y para llegar a tal fin se deben desechar posturas inaceptables que solamente buscan el mero placer del coito. Es por ello que la mejor postura es in decubito prono (esto es la conocida como “el misionero”) y la semilla del hombre debe derramarse in debito vase (la vagina) (De la flor, 2021). La consumación de la acto sexual en pos de traer al mundo una nuevo ser es labrar en tierra improductiva. También se regula cuando debe realizarse el acto sexual. Se debe tener en cuenta tanto el calendario litúrgico y el propio ciclo de la mujer.
Entre los siglos VI y X la homosexualidad no constituye una de las mayores preocupaciones de Iglesia (Mérida, 2000). Es sobre todo en los siglos finales del la Edad Media cuando se observa un mayor rechazo y persecución a la homosexualidad o sodomía como es conocida por entonces. No sólo desde la óptica religiosa, si no que también desde la instituciones civiles comienzan a dictarse leyes para castigar a los homosexuales. El punto de inflexión a esta intolerancia lo encontramos en el IV Concilio de Letrán (1215-16), en el cual se asientan las bases del matrimonio canónico y se establece la sodomía como pecado mortal (De la Flor, 2021).